domingo, 4 de enero de 2009

Komitás (una historia universal)

Hace poco tiempo hubo un concierto del músico armenio Arto Tumboyaciyán. No pude entrar: había lleno total. Casi a la misma hora, en el Teatro Filarmónica, justo al lado, había una proyección de cortos que resultó divertida e interesante. No sé si me gusta o no lo que hace Arto, perdida la oportunidad de haberlo escuchado en vivo.

La siguiente historia sobre el músico armenio Komitás, que nos relata Ryszard Kapuscinski a partir de su viaje en 1967 por el Sur del Imperio (URSS), me lo ha recordado:

También visitamos a un joven compositor, Emín Aristakesián. Vánik me llevó a su casa para que escuchase el canto del gran Komitás. Komitás es para los armenios lo que Chopin para los polacos: su genio de la música. Se llamaba Soomo Soomonián, pero, al hacerse monje, adoptó el nombre de Komitás, y es así como lo llaman. Nació en Turquía en 1869. en aquel entonces la mayoría de los armenios vivía en Turquía; según algunas fuentes, dos o tres millones. Estudió composición en Berlín. Entregó toda su vida a la música armenia. Iba de un pueblo a otro recogiendo canciones populares. Creó decenas, y hay quien dice que centenares, de coros armenios. Fue un trovador errante que improvisaba epopeyas y cantaba. compuso cientos de obras, magníficas, grandes, conocidas por todas las filarmónicas del mundo. Escribió misas que hasta hoy se cantan en las iglesias armenias.

En 1915 empezó en Turquía el exterminio de los armenios. Hasta los tiempos de Hitler, fue el mayor genocidio de la historia de la humanidad; fueron pasados a cuchillo millón y medio de armenios. Unos soldados turcos subieron a Komitás a lo alto de una roca de donde se proponían arrojarlo al vacío. La hija del sultán de Estambul, alumna suya, lo salvó en el último momento. Pero ya había visto el abismo, y perdió la razón.

Tenía entonces cuarenta y cinco años. Alguien lo llevó a París. No sabía que estaba en París. vivió veinte años más. No articuló palabra alguna. Veinte años en un manicomio. Apenas si caminaba, permanecía mudo, pero sí miraba. Se puede suponer que veía; los que lo visitaron dicen que observaba fijamente sus rostros.

Si le preguntaban algo, no contestaba.

Intentaron varios procedimientos. Lo sentaron al órgano, se levantó y se marchó. Le ponían discos. Daba la impresión de no oírlos. Alguien le colocó sobre las rodillas un instrumento popular, un tar. Lo apartó con cuidado. Nadie sabe a ciencia cierta si realmente estaba enfermo. ¿Y si eligió el silencio?

Tal vez fuese su libertad.

No murió, pero ya no se contaba entre los vivos.

Existió sin existir en ese limbo entre la vida y la muerte que es el purgatorio de los locos. Los que lo visitaron dicen que se encontraba cada vez más cansado, cada vez más cargado de hombros, más delgado, más ennegrecido. A veces, tamborileaba con los dedos sobre la mesa; en silencio: la mesa jamás devolvió sonido alguno. Estaba tranquilo, siempre serio.

Murió en 1935: sólo después de veinte años cayó en el abismo del que, en su día, lo había salvado la hija del sultán de Estambul, alumna suya.


El Imperio, de Ryszard Kapuscinski. Traducción del polaco de Agata Orzeszek. Ed. Anagrama.
Foto superior: Monasterio de Tatev, fundado en el siglo IX.
Foto en blanco y negro: el malogrado Komitás.
Abajo: Óleo, SARKIS MURADYAN - Komitas (La última noche) (1956)
Otra pintura al óleo puede encontrarse en el enlace Komitas: de la Galería de Arte Roslin

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