miércoles, 28 de enero de 2009

Over the rainbow


Over the Rainbow

Qué cosas, estaba mirando algo sobre Somewhere Over the Rainbow... de El mago de Oz (1939), música de Harold Arlen, y me encuentro con una versión de marca Nora Jones:




Quedo pasmado: es un plagio bastante descarado de la del cantante hawaiano Israel Kamakawiwole (1959-1997):



La del malogrado Israel es lo que hay: voz y ukelele... Ni panoplias, ni ecos, ni cortinas de humo... Lamentablemente, tampoco su enorme peso era de mentira, y se terminó su grande humanidad... No recordarán los negociantes bajo la rúbrica Nora Jones su deuda... "Es lo que hay", dirán. Ya ya :(.

"Imagina un mundo en que figurasen en los créditos de los discos, grabaciones, entrevistas, etc., agradecimientos a tal o cual músico, escritor, etc. Lo mismo que se ve en muchos libros al publicarse, sería como caminar sobre el arco iris, ver algunas muestras de gratitud a tal o cual versión, músico...
-¡O no!.
-No."
Al final de la película Los siete magníficos, se puede leer en los créditos, en letras chiquititas y cuando ya todo el mundo se fue del cine, que está basada en Los siete samuráis, de Akira Kurosawa... Mirado así, qué más da que se muestre, ¿no? Pues ni con esas. Nos quieren en las tinieblas."

Voy a buscar una versión instrumental por Stanley Jordan (guitarra), grabada en vivo en 1990 (Tokyo), y la subo para ustedes. Como experimento, la he adaptado un poco a la web, elevando el volumen medio a costa de disminuir el rango dinámico (es decir, en el original, los piano son más piano... ¡Pero no se acustumbren, ¿eh?!).



Hacía mucho que no la escuchaba. Cuando lo hago pongo el empli a buen volumen -lo siento por los vecinos-, y me dejo llevar por no sé qué sueños de intimidad. Lo suelo escuchar varias veces seguidas. Como todas las músicas, tiene su momento. Déjense llevar, no por el primer momento, más por el segundo, y el tercero...

Y si no les toca, quién sabe, tal vez otro día caminen sobre el arco iris.

Valses Venezolanos 1 y 2 de Antonio Lauro

Antonio Lauro (1917-1986)

Hacía varios siglos que no escuchaba estos temas tan bonitos del músico venezolano Antonio Lauro (1917-1986). Me encuentro con la ejecución de los Valses números 1 y 2 de la mano, nunca mejor dicho, de Ana Vidovic. Esta criatura -me disculpan, soy home-, nacida, según parece, el día siguiente al Día de Navidad de 1980, en un lugar llamado Karlovac, cerca de Zagreb (Croacia), hace unas interpretaciones, a mi juicio, muy sentidas. No sé cuándo se grabarían. Creo que los temas de Lauro son agradecidos, ¿no? La música no tiene fronteras... ¡Reparen en el buen sonido de Ana!:


En CD tengo una versión a cargo de Alirio Díaz, técnicamente apabullantes, aunque tampoco me satisface.
Me gustaban unas versiones que tenía en un vinilo de esos que se encuentra uno de pura casualidad, a precio de saldo, en Simago (¡qué recuerdos!). No sé qué será de aquel intérprete... Tendría que volver a escucharlo. Queda pendiente.

Veo una versión de "El Negrito", del mismo autor, para guitarra y una especie de flauta bajo, o cómo se llame. ¿Les parecerá un desfase que diga que tiene giros criollos que la emparentan, en parte, con la música de La Misión, de Ennio Morricone?:




A Lauro le gustaban, al parecer, los títulos con referencias étnicas, porque cuenta entre otra de sus lindísimas canciones El Marabino. Buscando por este último título me encuentro con una versión de un jovencísimo Gabriel Estarellas (Palma de Mallorca, 1952). Para mí gusto una ejecución algo atropellada, propia de su juventud, supongo...(?)





En goear me encuentro con una versión de Ariel López Saldívar (Buenos Aires, 1974):



También la tiene colgada en You Tube: El Marabino (por Ariel L.S.)

Parece que Ariel trata de no ser tan "maquinal", como si no quisiera atenerse a un metrónomo demasiado rígido, lo que en términos pedantes se denomina rubato. Ummm..., no me acaba de convencer. No tengo a mano ninguna que me satisfaga ahora. Ustedes mismos. Sólo quería picar la curiosidad a quien la pudiera tener, y destacar a la joven Ana Vidovic.

Feliz música.

sábado, 17 de enero de 2009

Enrique Bunbury y las orquestas de verdad (más una reflexión "rock")

Veo en un programa de televisión, que hipotéticamente se dedica a promocionar la lectura, a un tipo que lamento no saber, inicialmente, quién es. Veo alguna portada de un libro con el nombre Bunbury, y lo anoto. Hoy veo en un momento el vídeo Aunque no sea contigo y, acostumbrado a escuchar incoherencias o sinsentidos entre lo dicho en las promociones y lo hecho en las grabaciones, me encuentro con una orquesta latina ¡real! Quiero decir que agradezco las congas, el trombón, las voces a coro y doblándolo, etc., todo de verdad. Y es que me da cosa que haya músicos en paro porque a tantos les dé tres cuartos de lo mismo oír samplers y demás ralea tecnológica que escuchar a buenos músicos...



No conocía -conscientemente- a Enrique Bunbury, y ya me pregunto si este vídeo no será un señuelo que muestra un buen directo, según el criterio antedicho, y luego en disco, ¡o incluso en vivo!, vuelves a la máquina por la máquina y a decorados de Hollywood..., oséase, Becerros de oro. Personalmente no es que me afecte, directamente, digo, pero eso es otro asunto. El vídeo parece realizado en algún teatro. El final me parece magnífico, me recuerda alguna película con música de Ennio Morricone, ¿puede ser?... Es una asociación inmediata, un ramalazo sin pretensiones, ¡si algún amable me ayudara o corrigiera!... Un punto al director o realizador del vídeo.

Interesante reflexión

Bunbury planteaba una cuestión: el rock se asocia a una actividad "juvenil", por no decir infantil o tal vez adolescente. Venía a decir que buscaba un rock que vaya con su tiempo, que, en suma, un artista de rock de 50 años de edad expresara a través del arte, sentires de un tipo de su edad, y no una permanente adolescencia con faz más o menos arrugada, o con liposucciones y liftins, tan al uso en estos medios.

Me pareció interesante la reflexión, de la que dejo aquí constancia, porque me encantaría que la madurez y la inteligencia no fueran reñidas con ningún estilo. Me hizo gracia Enrique Bunbury, ataviado más o menos como se le puede ver en el vídeo, sombrero incluido. Como una especie de gitano transeúnte dibujado por Gabriel García Márquez en Macondo (Cien años de soledad), perdonen la asociación. ¿Gitano de primera generación o de la siguiente? Porque creo recordar que no eran de la misma idiosincrasia, que se dice. No lo conozco lo suficiente para saberlo.

En el programa hablaban de la creatividad, de la creación, y ese es un tema interesante para mí, que tanto sueño, yo, que tan creativo soy en sueños de los que luego no me acuerdo... Esto también salió... El comentarista mentó el caso de Joaquín Sabina, que al parecer estuvo no sé cuánto tiempo con pánico a enfrentarse a un público. Le sugirieron pintarse los testículos de rojo... Y lo superó.

jueves, 8 de enero de 2009

Felicidad, éxtasis, placer, música, sentimientos


L
os albaceas de un testamento pueden tergiversar las intenciones del finado, y aún el espíritu de la obra cedida. Según Milan Kundera, Max Brod no sólo no siguió los designios de su amigo Franz kafka, sino que dejó una interpretación errónea sobre su obra, no con mala intención, sino por incapacidad para entenderlo. Eso es, al menos, lo que pretende mostrar Kundera en Los testamentos traicionados, aprovechando la cuestión para darnos claves en las que todos, críticos y público, podríamos re-parar.


En relación a la música, a las emociones, a la felicidad y al placer, al éxtasis y al humor, Kundera deja, entre otras, las siguientes reflexiones, en las que toca la música del siglo XX, incluyendo manifestaciones como el "rock" o el "jazz".


(...)
En América de Kafka nos encontramos en un universo de sentimientos desplazados, mal emplazados, exagerados, incompresibles o, por el contrario, extrañamente ausentes
. En su diario, Kafka caracteriza las novelas de Dickens con estas palabras: "Sequía del corazón disimulada detrás de un estilo desbordante de sentimientos". Este es, en efecto, el sentido de ese teatro de los sentimientos ostensiblemente manifiestos e inmediatamente olvidados que es la novela de Kafka. Esta "crítica de la sentimentalidad" (crítica implícita, paródica, graciosa, jamás agresiva) se dirige no sólo a Dickens, sino al romanticismo en general, se dirige a sus herederos, contemporáneos de Kafka, en particular a los expresionistas, a su culto de la histeria y la locura; se dirige a toda la Santa Iglesia del corazón; y, una vez más, acerca a artistas aparentemente tan diferentes como Kafka y Stravinski.

Un niño en éxtasis

Por supuesto, no podemos decir que la música (toda la música) es incapaz de expresar los sentimientos; la de la época del romanticismo es auténtica y legítimamente expresiva; pero incluso a propósito de esta música puede decirse: su valor no tiene nada en común con la intensidad de los sentimientos que suscita. Porque la música es capaz de despertar poderosamente sentimientos sin arte musical alguno. Recuerdo mi infancia: sentado al piano me entregaba a las improvisaciones apasionadas para las que bastaba un acorde en do menor y la subdominante en fa menor, tocados fortíssimo y sin fin. Los dos acordes y el motivo melódico primitivo perpetuamente repetidos me hicieron vivir una intensa emoción que ningún Chopin, ningún Beethoven me ha brindado jamás. (Una vez, mi padre, que era músico, se precipitó hacia mi habitación, furioso -jamás lo he visto furioso ni antes ni después-, me levantó del taburete y me llevó al comedor para meterme, con un disgusto mal controlado, debajo de la mesa.)

Lo que yo vivía entonces, durante mis improvisaciones, era un éxtasis. ¿Qué es el éxtasis? El niño aporreando el teclado siente un entusiasmo (una pena, una alegría) y la emoción se eleva a tal grado de intensidad que se vuelve insoportable: el niño se escapa a un estado de ceguera y sordera en el que todo queda olvidado, en el que se olvida incluso de sí mismo. Mediante el éxtasis, la emoción alcanza su paroxismo, y, así, simultáneamente, su negación (su olvido).

El éxtasis significa estar "fuera de sí", como lo señala la etimología griega: acción de salirse de su posición (stasis). Estar "fuera de sí" no significa que se esté fuera del momento presente como lo está un soñador que se escapa hacia el pasado o hacia el porvenir. Exactamente lo contrario: el éxtasis es una identificación absoluta con el instante presente, un olvido total del pasado y del porvenir. Si se borra tanto el porvenir como el pasado, el segundo presente se encuentra en el espacio vacío, fuera de la vida y de su cronología, fuera del tiempo e independiente de él (por eso puede comparársele con la eternidad, que es también la negación del tiempo).

Podemos ver la imagen acústica de la emoción en la melodía romántica de un lied: su longitud parece querer sostener la emoción, desarrollarla, hacer que se la saboree lentamente. Por el contrario, el éxtasis no puede reflejarse en una melodía, ya que la memoria estrangulada por el éxtasis no es capaz de mantener unidas las notas de una frase melodía por poco larga que sea; la imagen acústica del éxtasis es el grito (o un motivo melódico muy corto que imita el grito).

El ejemplo clásico del éxtasis es el momento del orgasmo. Trasladémonos al tiempo en que las mujeres aún no conocían el beneficio de la píldora. Ocurría con frecuencia que un amante, en el momento del máximo gozo, olvidara deslizarse a tiempo fuera del cuerpo de su amada y la hiciera madre, incluso aunque, momentos antes, tuviera la firme intención de ser extremadamente prudente. El segundo del éxtasis le ha hecho olvidar tanto su decisión (su pasado inmediato) como sus intereses (su porvenir).

El instante del éxtasis, colocado en una balanza, pesa más que el niño no deseado; y como el niño no deseado llenará, probablemente, con su no deseada presencia toda la vida del amante, puede decirse que un instante de éxtasis ha pesado más que toda una vida. La vida del amante se encontraba frente al instante del éxtasis más o menos en el mismo estado de inferioridad que lo finto frente a la eternidad. El hombre desea la eternidad, pero no puede tener más que su sucedáneo: el instante del éxtasis.

Recuerdo un día de mi juventud: estaba con un amigo en su coche; delante d nosotros, la gente atravesaba la calle. Reconocí a alguien que no me gustaba y lo indiqué a mi amigo: "¡Aplástalo!". Por supuesto era una broma puramente verbal, pero mi amigo estaba en un estado de extraordinaria euforia y apretó el acelerador. El hombre se asustó, resbaló, cayó. Mi amigo detuvo el coche en el último momento. El hombre no estaba herido, pero la gente se agrupó a nuestro alrededor y quiso (lo comprendo) lincharnos. mi amigo, sin embargo, no tenía un alma asesina. Mis palabras lo habían impulsado a un breve éxtasis (por otra parte, uno de los más extraños: el éxtasis de una broma).

Estamos acostumbrados a vincular la noción de éxtasis con los grandes momentos místicos. Pero existe el éxtasis cotidiano, trivial, vulgar; el éxtasis de la ira, el éxtasis de la velocidad al volante, el éxtasis de la sordera por el ruido, el éxtasis en los estadios de fútbol. Vivir es un perpetuo y pesado esfuerzo para no perderse a sí mismo de vista, para estar siempre sólidamente presente en sí mismo, en su stasis. Basta con salir un breve instante de sí mismo para alcanzar el terreno de la muerte.

Felicidad y éxtasis

Me pregunto si Adorno sintió jamás el menor placer al escuchar la música de Stravinski. ¿Placer? Según él, la música de Stravinski conoce tan sólo uno: "el perverso placer de la privación"; pues no hace sino "privarse" de todo: de la expresividad; de la sonoridad orquestal; de la técnica de desarrollo; al echar sobre ellas una "perversa mirada", deforma las viejas formas, incapaz de inventar, "hace muecas", tan sólo "ironiza", "hace caricaturas", "parodia"; no es sino la "negación no sólo de la música del siglo XIX, sino de la música a secas ("la música de Stravinski es una música de la que ha sido desterrada la música", dice Adorno).

Es curioso, muy curioso. ¿Y la felicidad que se desprende de esta música?
Recuerdo la exposición de Picasso en Praga a mediados de los sesenta. Un cuadro se me quedó grabado en la memoria. Una mujer y un hombre están comiendo una sandía; la mujer está sentada, el hombre tumbado en el suelo, las piernas levantadas hacia el cielo en un gesto de indecible alegría. Y todo ello pintado con una deleitable despreocupación que me hizo pensar en el pintor, al pintar el cuadro, debió de sentir la misma alegría que el hombre que levanta las piernas.

La felicidad del pintor pintando al hombre que levanta las piernas es una felicidad desdoblada: es la felicidad de contemplar (con una sonrisa) la felicidad. Es esa sonrisa lo que me interesa. El pintor entrevé en la felicidad del hombre que levanta las piernas al cielo un maravilloso destello cómico, y se alegra. Su sonrisa despierta en él una imaginación alegre e irresponsable, tan irresponsable como el gesto del hombre que alza las piernas al cielo. La felicidad de la que hablo lleva, pues, el sello del humor; es lo que la distingue de la felicidad de otras épocas del arte, de la felicidad romántica de un Tristán wagneriano, por ejemplo, o de la felicidad idílica de un Filemón y una Baucis. (¿Será por una fatal carencia de humor por lo que Adorno fue tan insensible a la música de Stravinski?)

Beethoven escribió el Himno a la alegría, pero esa alegría beethoveniana es una ceremonia que obliga a guardar respetuosamente la posición de firmes. Los rondós y los minuestos de las sinfonías clásicas son, si se quiere, una invitación al baile, pero la felicidad de la que hablo y por la que siento afecto no quiere declararse felicidad mediante el gesto colectivo del baile. Por eso ninguna polca me da felicidad, con excepción de las Cirkus Polka de Starvinski que no está escrita para ser bailada, sino para ser escuchada con las piernas levantadas hacia el cielo.

Ciertas obras del arte moderno han descubierto una inimitable felicidad del ser, una felicidad que se manifiesta mediante la eufórica irresponsabilidad de la imaginación, el placer de inventar, de sorprender, incluso de causar sorpresa o desconcierto gracias a una invención. Se podría hacer toda una lista de obras de arte que están impregnadas de esta felicidad: junto a Stravinski (Petrushka, Les noces, Renard, Capriccio para piano y orquesta, Concierto para violín, etc.) toda la obra de Miró; los cuadros de Klee; de Dufy; de Dubuffet; algunas prosas de Apollinaire; Janácek en su vejez (Refranes, Sexteto para instrumentos de viento, la ópera La zorra astuta); algunas composiciones de Milhaud; y de Poulenc: su ópera bufa Las tetas de Tiresias, inspirada en Apollinaire, escrita durante los últimos días de la guerra, fue condenada por aquellos a quienes les pareció escandaloso celebrar la Liberación con una broma; en efecto, la época de la felicidad (de esta rara felicidad que ilumina el humor) había terminado; después de la segunda guerra mundial, sólo los viejos maestros, Matisse y Picasso, supieron , en contra del espíritu de los tiempos, conservarla todavía en su arte.

En esta enumeración de las grandes obras de la felicidad, no puedo olvidar la música de jazz. Todo el repertorio de jazz consiste en variaciones a partir de un número relativamente limitado de melodías. Así, en la música de jazz se puede entrever una sonrisa que se ha deslizado entre la melodía original y su elaboración. Al igual que Stravinski, los grandes maestros del jazz amaban el arte de las transcripción lúdica, y compusieron sus propias versiones no sólo de las antiguas songs negras, sino también de Bach, Mozart, Chopin; Ellington hace transcripciones de Chaikovski y de Gieg, y, para su Uwis Suite, compone una variante de polca aldeana que, por su espíritu, recuerda Petrushka. La sonrisa está no sólo presente de una manera invisible en el espacio que separa a Ellington de su "retrato" de Grieg, sino que está del todo visible en los rostros de los músicos del viejo dixieland: cuando llega el momento del solo (que siempre se improvisa en parte o sea que siempre trae sorpresas), el músico se adelanta un poco para ceder luego su lugar a otro músico y entregarse él mismo al placer de escuchar (al placer de otras sorpresas).

En los conciertos de jazz se aplaude. Aplaudir quiere decir: te he escuchado atentamente y ahora te manifiesto mi estima. La llamada música rock cambia la situación. Hecho importante: en los conciertos de rock no se aplaude. Sería casi un sacrilegio aplaudir y dar así a entender la distancia crítica entre el que toca y el que escucha; en ellos, no se está para juzgar y apreciar, sino para entregarse a la música, para gritar junto con los músicos, para confundirse con ellos; en ellos, se busca la identificación, no el placer; la efusión, no la felicidad. En ellos uno se extasía: el ritmo se marca con fuerza y regularidad, los motivos melódicos son cortos e incesantemente repetidos, no hay contraste dinámicos, todo es fortissimo, el canto prefiere los registros más agudos y recuerda el grito. Ya no se está en los pequeños dancings en los que la música encierra a las parejas en su intimidad; ahora estamos en grandes salas, en estadios, apretados los unos contra los otros, y, cuando se baila encajonado, no hay pareja: cada uno hace sus movimientos a la vez solo y con todos. La música transforma a los individuos en un único cuerpo colectivo: hablar aquí de individualismo y hedonismo no es sino una de las automistificaciones de nuestra época, que quiere verse (como por otra parte lo quieren todas las épocas) distinta de lo que es.
(...)

Los testamentos traicionados. Tusquets Editores.
Traducción del original francés por Beatriz de Moura.
Pintura: El grito, de Edward Much. 1893

domingo, 4 de enero de 2009

Komitás (una historia universal)

Hace poco tiempo hubo un concierto del músico armenio Arto Tumboyaciyán. No pude entrar: había lleno total. Casi a la misma hora, en el Teatro Filarmónica, justo al lado, había una proyección de cortos que resultó divertida e interesante. No sé si me gusta o no lo que hace Arto, perdida la oportunidad de haberlo escuchado en vivo.

La siguiente historia sobre el músico armenio Komitás, que nos relata Ryszard Kapuscinski a partir de su viaje en 1967 por el Sur del Imperio (URSS), me lo ha recordado:

También visitamos a un joven compositor, Emín Aristakesián. Vánik me llevó a su casa para que escuchase el canto del gran Komitás. Komitás es para los armenios lo que Chopin para los polacos: su genio de la música. Se llamaba Soomo Soomonián, pero, al hacerse monje, adoptó el nombre de Komitás, y es así como lo llaman. Nació en Turquía en 1869. en aquel entonces la mayoría de los armenios vivía en Turquía; según algunas fuentes, dos o tres millones. Estudió composición en Berlín. Entregó toda su vida a la música armenia. Iba de un pueblo a otro recogiendo canciones populares. Creó decenas, y hay quien dice que centenares, de coros armenios. Fue un trovador errante que improvisaba epopeyas y cantaba. compuso cientos de obras, magníficas, grandes, conocidas por todas las filarmónicas del mundo. Escribió misas que hasta hoy se cantan en las iglesias armenias.

En 1915 empezó en Turquía el exterminio de los armenios. Hasta los tiempos de Hitler, fue el mayor genocidio de la historia de la humanidad; fueron pasados a cuchillo millón y medio de armenios. Unos soldados turcos subieron a Komitás a lo alto de una roca de donde se proponían arrojarlo al vacío. La hija del sultán de Estambul, alumna suya, lo salvó en el último momento. Pero ya había visto el abismo, y perdió la razón.

Tenía entonces cuarenta y cinco años. Alguien lo llevó a París. No sabía que estaba en París. vivió veinte años más. No articuló palabra alguna. Veinte años en un manicomio. Apenas si caminaba, permanecía mudo, pero sí miraba. Se puede suponer que veía; los que lo visitaron dicen que observaba fijamente sus rostros.

Si le preguntaban algo, no contestaba.

Intentaron varios procedimientos. Lo sentaron al órgano, se levantó y se marchó. Le ponían discos. Daba la impresión de no oírlos. Alguien le colocó sobre las rodillas un instrumento popular, un tar. Lo apartó con cuidado. Nadie sabe a ciencia cierta si realmente estaba enfermo. ¿Y si eligió el silencio?

Tal vez fuese su libertad.

No murió, pero ya no se contaba entre los vivos.

Existió sin existir en ese limbo entre la vida y la muerte que es el purgatorio de los locos. Los que lo visitaron dicen que se encontraba cada vez más cansado, cada vez más cargado de hombros, más delgado, más ennegrecido. A veces, tamborileaba con los dedos sobre la mesa; en silencio: la mesa jamás devolvió sonido alguno. Estaba tranquilo, siempre serio.

Murió en 1935: sólo después de veinte años cayó en el abismo del que, en su día, lo había salvado la hija del sultán de Estambul, alumna suya.


El Imperio, de Ryszard Kapuscinski. Traducción del polaco de Agata Orzeszek. Ed. Anagrama.
Foto superior: Monasterio de Tatev, fundado en el siglo IX.
Foto en blanco y negro: el malogrado Komitás.
Abajo: Óleo, SARKIS MURADYAN - Komitas (La última noche) (1956)
Otra pintura al óleo puede encontrarse en el enlace Komitas: de la Galería de Arte Roslin

sábado, 3 de enero de 2009

Todo sigue igual

Todo sigue igual



Leo en El Mundo sobre Lynndie England, la soldado que, junto a otros, llenó el universo de los media con su fotografías torturando a presos en Abu Ghraib. Si usted lee esta noticia y tiene un dedo de frente, entenderá fácilmente a esta chica. Si, como yo, tiene dos dedos de frente, se indignará. Si usted tuviera tres o más dedos de frente, no sé lo que pensará, pero le invito a que deje su comentario al respecto ( tal vez el abogado y ella se estén frotando las manos pensando en los pingües beneficios de sus futuras apariciones en TV, en un libro... , ¡gracias tortura! ¿Alguien tiene más de dos dedos de frente? ).

Por otra parte, la forma de "divertirse" de este tipo de sujetos, no deja de recordarme "diversiones" de gentes más o menos cercanas. Son conductas infantiles que se mantienen en la edad adulta, sobre todo cuando ésta no es más que eso, una edad.

Como todos los niños, yo también he cometido crueldades sin sentido. Supongo que crecer implica salirse de ese infantilismo cruel. ¿O no?

Al lado de mi casa, allá por los setenta, había una zona agreste en la que gustábamos de jugar a explorar la jungla. Un buen día llegaron las excavadoras y, tras la remoción selvática, aparecieron todo tipo de bichitos: crías de topos, ratones, culebras. Había una gran cantidad de salamandras, un bicho que siempre me causó cierta repulsión. Entonces, recuerdo muy bien los ojos enrojecidos y la euforia de B. Su dicha desenfrenada procedía del placer que le causaba recoger a todas las salamandras que encontraba y echarlas en un cazo metálico puesto al fuego de madera ardiendo. Aquello, al parecer, era una diversión a la que se sumaron el resto de amistades. Fue una de las veces en las que me sentí "apartado", fuera del círculo manienlazado de los gozadores. Las consecuencias de salirse del grupo las viví con mucha tristeza, apesadumbrado por mis límites -no podía apoyar aquello-, mi soledad y mi incomprensión.

En otra ocasión recuerdo haber salido en defensa de P. P era un chico que pocos años después fallecería de cáncer, "Dios aprieta pero no ahoga". Era el débil, el que todos utilizaban por su bondad teñida de inocencia. Fue otro de mis grandes errores: el grupo me fue apartando, y yo no hice apenas nada por evitarlo, aunque tampoco entendía nada. No cedí al chantaje, preferí la soledad. Mi edad estaba por encima de la decena, pero no recuerdo con exactitud. La turbación se prolongaría por años sucesivos. No olvidaré aquel cumpleaños de B en el que invitaba a todos excepto a mí, con el incompresible placer de los otros, imagino que tener a un otro, representante de lo malo refuerza lazos con la gran familia. No sé, aquella decisión de estar al otro lado, del lado de la minoría ínfima que representa el uno, me acompañaría hasta hoy, que vivo esto con distancia, esclavizado del condicionamiento emocional que me inoculó todo aquello, que tendría su justa réplica en las vivencias escolares. Lugar en el que, entre otras cosas, fui condenado al ostracismo. No es un tono victimista: yo elegí esta opción. Podría haber formado parte del grupo.

Tras leer la noticia que mentaba al principio, al día de hoy, compruebo que no salgo de mi asombro: todo sigue igual.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.