jueves, 8 de enero de 2009

Felicidad, éxtasis, placer, música, sentimientos


L
os albaceas de un testamento pueden tergiversar las intenciones del finado, y aún el espíritu de la obra cedida. Según Milan Kundera, Max Brod no sólo no siguió los designios de su amigo Franz kafka, sino que dejó una interpretación errónea sobre su obra, no con mala intención, sino por incapacidad para entenderlo. Eso es, al menos, lo que pretende mostrar Kundera en Los testamentos traicionados, aprovechando la cuestión para darnos claves en las que todos, críticos y público, podríamos re-parar.


En relación a la música, a las emociones, a la felicidad y al placer, al éxtasis y al humor, Kundera deja, entre otras, las siguientes reflexiones, en las que toca la música del siglo XX, incluyendo manifestaciones como el "rock" o el "jazz".


(...)
En América de Kafka nos encontramos en un universo de sentimientos desplazados, mal emplazados, exagerados, incompresibles o, por el contrario, extrañamente ausentes
. En su diario, Kafka caracteriza las novelas de Dickens con estas palabras: "Sequía del corazón disimulada detrás de un estilo desbordante de sentimientos". Este es, en efecto, el sentido de ese teatro de los sentimientos ostensiblemente manifiestos e inmediatamente olvidados que es la novela de Kafka. Esta "crítica de la sentimentalidad" (crítica implícita, paródica, graciosa, jamás agresiva) se dirige no sólo a Dickens, sino al romanticismo en general, se dirige a sus herederos, contemporáneos de Kafka, en particular a los expresionistas, a su culto de la histeria y la locura; se dirige a toda la Santa Iglesia del corazón; y, una vez más, acerca a artistas aparentemente tan diferentes como Kafka y Stravinski.

Un niño en éxtasis

Por supuesto, no podemos decir que la música (toda la música) es incapaz de expresar los sentimientos; la de la época del romanticismo es auténtica y legítimamente expresiva; pero incluso a propósito de esta música puede decirse: su valor no tiene nada en común con la intensidad de los sentimientos que suscita. Porque la música es capaz de despertar poderosamente sentimientos sin arte musical alguno. Recuerdo mi infancia: sentado al piano me entregaba a las improvisaciones apasionadas para las que bastaba un acorde en do menor y la subdominante en fa menor, tocados fortíssimo y sin fin. Los dos acordes y el motivo melódico primitivo perpetuamente repetidos me hicieron vivir una intensa emoción que ningún Chopin, ningún Beethoven me ha brindado jamás. (Una vez, mi padre, que era músico, se precipitó hacia mi habitación, furioso -jamás lo he visto furioso ni antes ni después-, me levantó del taburete y me llevó al comedor para meterme, con un disgusto mal controlado, debajo de la mesa.)

Lo que yo vivía entonces, durante mis improvisaciones, era un éxtasis. ¿Qué es el éxtasis? El niño aporreando el teclado siente un entusiasmo (una pena, una alegría) y la emoción se eleva a tal grado de intensidad que se vuelve insoportable: el niño se escapa a un estado de ceguera y sordera en el que todo queda olvidado, en el que se olvida incluso de sí mismo. Mediante el éxtasis, la emoción alcanza su paroxismo, y, así, simultáneamente, su negación (su olvido).

El éxtasis significa estar "fuera de sí", como lo señala la etimología griega: acción de salirse de su posición (stasis). Estar "fuera de sí" no significa que se esté fuera del momento presente como lo está un soñador que se escapa hacia el pasado o hacia el porvenir. Exactamente lo contrario: el éxtasis es una identificación absoluta con el instante presente, un olvido total del pasado y del porvenir. Si se borra tanto el porvenir como el pasado, el segundo presente se encuentra en el espacio vacío, fuera de la vida y de su cronología, fuera del tiempo e independiente de él (por eso puede comparársele con la eternidad, que es también la negación del tiempo).

Podemos ver la imagen acústica de la emoción en la melodía romántica de un lied: su longitud parece querer sostener la emoción, desarrollarla, hacer que se la saboree lentamente. Por el contrario, el éxtasis no puede reflejarse en una melodía, ya que la memoria estrangulada por el éxtasis no es capaz de mantener unidas las notas de una frase melodía por poco larga que sea; la imagen acústica del éxtasis es el grito (o un motivo melódico muy corto que imita el grito).

El ejemplo clásico del éxtasis es el momento del orgasmo. Trasladémonos al tiempo en que las mujeres aún no conocían el beneficio de la píldora. Ocurría con frecuencia que un amante, en el momento del máximo gozo, olvidara deslizarse a tiempo fuera del cuerpo de su amada y la hiciera madre, incluso aunque, momentos antes, tuviera la firme intención de ser extremadamente prudente. El segundo del éxtasis le ha hecho olvidar tanto su decisión (su pasado inmediato) como sus intereses (su porvenir).

El instante del éxtasis, colocado en una balanza, pesa más que el niño no deseado; y como el niño no deseado llenará, probablemente, con su no deseada presencia toda la vida del amante, puede decirse que un instante de éxtasis ha pesado más que toda una vida. La vida del amante se encontraba frente al instante del éxtasis más o menos en el mismo estado de inferioridad que lo finto frente a la eternidad. El hombre desea la eternidad, pero no puede tener más que su sucedáneo: el instante del éxtasis.

Recuerdo un día de mi juventud: estaba con un amigo en su coche; delante d nosotros, la gente atravesaba la calle. Reconocí a alguien que no me gustaba y lo indiqué a mi amigo: "¡Aplástalo!". Por supuesto era una broma puramente verbal, pero mi amigo estaba en un estado de extraordinaria euforia y apretó el acelerador. El hombre se asustó, resbaló, cayó. Mi amigo detuvo el coche en el último momento. El hombre no estaba herido, pero la gente se agrupó a nuestro alrededor y quiso (lo comprendo) lincharnos. mi amigo, sin embargo, no tenía un alma asesina. Mis palabras lo habían impulsado a un breve éxtasis (por otra parte, uno de los más extraños: el éxtasis de una broma).

Estamos acostumbrados a vincular la noción de éxtasis con los grandes momentos místicos. Pero existe el éxtasis cotidiano, trivial, vulgar; el éxtasis de la ira, el éxtasis de la velocidad al volante, el éxtasis de la sordera por el ruido, el éxtasis en los estadios de fútbol. Vivir es un perpetuo y pesado esfuerzo para no perderse a sí mismo de vista, para estar siempre sólidamente presente en sí mismo, en su stasis. Basta con salir un breve instante de sí mismo para alcanzar el terreno de la muerte.

Felicidad y éxtasis

Me pregunto si Adorno sintió jamás el menor placer al escuchar la música de Stravinski. ¿Placer? Según él, la música de Stravinski conoce tan sólo uno: "el perverso placer de la privación"; pues no hace sino "privarse" de todo: de la expresividad; de la sonoridad orquestal; de la técnica de desarrollo; al echar sobre ellas una "perversa mirada", deforma las viejas formas, incapaz de inventar, "hace muecas", tan sólo "ironiza", "hace caricaturas", "parodia"; no es sino la "negación no sólo de la música del siglo XIX, sino de la música a secas ("la música de Stravinski es una música de la que ha sido desterrada la música", dice Adorno).

Es curioso, muy curioso. ¿Y la felicidad que se desprende de esta música?
Recuerdo la exposición de Picasso en Praga a mediados de los sesenta. Un cuadro se me quedó grabado en la memoria. Una mujer y un hombre están comiendo una sandía; la mujer está sentada, el hombre tumbado en el suelo, las piernas levantadas hacia el cielo en un gesto de indecible alegría. Y todo ello pintado con una deleitable despreocupación que me hizo pensar en el pintor, al pintar el cuadro, debió de sentir la misma alegría que el hombre que levanta las piernas.

La felicidad del pintor pintando al hombre que levanta las piernas es una felicidad desdoblada: es la felicidad de contemplar (con una sonrisa) la felicidad. Es esa sonrisa lo que me interesa. El pintor entrevé en la felicidad del hombre que levanta las piernas al cielo un maravilloso destello cómico, y se alegra. Su sonrisa despierta en él una imaginación alegre e irresponsable, tan irresponsable como el gesto del hombre que alza las piernas al cielo. La felicidad de la que hablo lleva, pues, el sello del humor; es lo que la distingue de la felicidad de otras épocas del arte, de la felicidad romántica de un Tristán wagneriano, por ejemplo, o de la felicidad idílica de un Filemón y una Baucis. (¿Será por una fatal carencia de humor por lo que Adorno fue tan insensible a la música de Stravinski?)

Beethoven escribió el Himno a la alegría, pero esa alegría beethoveniana es una ceremonia que obliga a guardar respetuosamente la posición de firmes. Los rondós y los minuestos de las sinfonías clásicas son, si se quiere, una invitación al baile, pero la felicidad de la que hablo y por la que siento afecto no quiere declararse felicidad mediante el gesto colectivo del baile. Por eso ninguna polca me da felicidad, con excepción de las Cirkus Polka de Starvinski que no está escrita para ser bailada, sino para ser escuchada con las piernas levantadas hacia el cielo.

Ciertas obras del arte moderno han descubierto una inimitable felicidad del ser, una felicidad que se manifiesta mediante la eufórica irresponsabilidad de la imaginación, el placer de inventar, de sorprender, incluso de causar sorpresa o desconcierto gracias a una invención. Se podría hacer toda una lista de obras de arte que están impregnadas de esta felicidad: junto a Stravinski (Petrushka, Les noces, Renard, Capriccio para piano y orquesta, Concierto para violín, etc.) toda la obra de Miró; los cuadros de Klee; de Dufy; de Dubuffet; algunas prosas de Apollinaire; Janácek en su vejez (Refranes, Sexteto para instrumentos de viento, la ópera La zorra astuta); algunas composiciones de Milhaud; y de Poulenc: su ópera bufa Las tetas de Tiresias, inspirada en Apollinaire, escrita durante los últimos días de la guerra, fue condenada por aquellos a quienes les pareció escandaloso celebrar la Liberación con una broma; en efecto, la época de la felicidad (de esta rara felicidad que ilumina el humor) había terminado; después de la segunda guerra mundial, sólo los viejos maestros, Matisse y Picasso, supieron , en contra del espíritu de los tiempos, conservarla todavía en su arte.

En esta enumeración de las grandes obras de la felicidad, no puedo olvidar la música de jazz. Todo el repertorio de jazz consiste en variaciones a partir de un número relativamente limitado de melodías. Así, en la música de jazz se puede entrever una sonrisa que se ha deslizado entre la melodía original y su elaboración. Al igual que Stravinski, los grandes maestros del jazz amaban el arte de las transcripción lúdica, y compusieron sus propias versiones no sólo de las antiguas songs negras, sino también de Bach, Mozart, Chopin; Ellington hace transcripciones de Chaikovski y de Gieg, y, para su Uwis Suite, compone una variante de polca aldeana que, por su espíritu, recuerda Petrushka. La sonrisa está no sólo presente de una manera invisible en el espacio que separa a Ellington de su "retrato" de Grieg, sino que está del todo visible en los rostros de los músicos del viejo dixieland: cuando llega el momento del solo (que siempre se improvisa en parte o sea que siempre trae sorpresas), el músico se adelanta un poco para ceder luego su lugar a otro músico y entregarse él mismo al placer de escuchar (al placer de otras sorpresas).

En los conciertos de jazz se aplaude. Aplaudir quiere decir: te he escuchado atentamente y ahora te manifiesto mi estima. La llamada música rock cambia la situación. Hecho importante: en los conciertos de rock no se aplaude. Sería casi un sacrilegio aplaudir y dar así a entender la distancia crítica entre el que toca y el que escucha; en ellos, no se está para juzgar y apreciar, sino para entregarse a la música, para gritar junto con los músicos, para confundirse con ellos; en ellos, se busca la identificación, no el placer; la efusión, no la felicidad. En ellos uno se extasía: el ritmo se marca con fuerza y regularidad, los motivos melódicos son cortos e incesantemente repetidos, no hay contraste dinámicos, todo es fortissimo, el canto prefiere los registros más agudos y recuerda el grito. Ya no se está en los pequeños dancings en los que la música encierra a las parejas en su intimidad; ahora estamos en grandes salas, en estadios, apretados los unos contra los otros, y, cuando se baila encajonado, no hay pareja: cada uno hace sus movimientos a la vez solo y con todos. La música transforma a los individuos en un único cuerpo colectivo: hablar aquí de individualismo y hedonismo no es sino una de las automistificaciones de nuestra época, que quiere verse (como por otra parte lo quieren todas las épocas) distinta de lo que es.
(...)

Los testamentos traicionados. Tusquets Editores.
Traducción del original francés por Beatriz de Moura.
Pintura: El grito, de Edward Much. 1893

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